Los
sueños son manifestaciones mentales de imágenes, sonidos, pensamientos y
sensaciones en un individuo durmiente y normalmente relacionadas con la
realidad. Para la psicología, los sueños son estímulos esencialmente anímicos
que representan manifestaciones de fuerzas psíquicas que durante la vigilia se
hallan impedidas de desplegarse libremente. Soñar es un proceso mental
involuntario en el que se produce una reelaboración de la información
almacenada en la memoria, generalmente relacionada con experiencias vividas por
el soñante el día anterior. Los recuerdos que se mantienen al despertar pueden
ser simples (una imagen, un sonido, una idea, etcétera) o muy elaborados. Los
sueños más elaborados contienen escenas, personajes, escenarios y objetos.
En
muchas culturas se atribuye un valor profético al sueño, concebido como un
mensaje cifrado de origen divino que es necesario desentrañar. Para el
psicoanálisis es importante distinguir en los sueños el contenido manifiesto y
el contenido latente.
Hace
un par de días volví a soñar a mi ex pareja. Si, a Edgardo. Solo que en esta
ocasión el sueño fue un tanto… diferente.
Todo
se desarrolló en tonos sepia. Edgardo y yo íbamos sentados sobre una antigua carreta
tirada por caballos (nuestras ropas no eran antiguas, pero sí muy elegantes).
- Te
extraño – le decía yo, tomando su mano y viéndolo a los ojos – me da mucho
gusto que me hayas llamado. Quiero que nos demos una nueva oportunidad…
En
este punto me di cuenta que en realidad no sentía lo que le estaba diciendo en
el sueño. Dentro del sueño me interrogue a mí mismo el por qué le decía tales
cosas si realmente no las sentía.
- No
quiero regresar – interrumpió mi meditación con los ojos llenos de lágrimas –
Estoy en una muy buena etapa y aunque sé que no hice las cosas bien al final tu
sabes lo mucho que te aprecio.
- Si
– respondí – realmente pienso igual. Tampoco quiero que regresemos, no sé
porque te estaba diciendo esas cosas.
- ¿En
verdad no deseas que regresemos? – Me cuestionó.
- No,
realmente no quiero regresar. Al principio me dolió mucho que me dejaras… y más
aún que me dejaras de esa manera pero, ¿sabes? Me di cuenta que nuestra
relación ya no daba para más. No estábamos bien. ¿Cómo queríamos vivir juntos?
- ¿Hay
alguien más? – preguntó.
- Si,
conocí a alguien más. Es un gran muchacho, me hace reír mucho, es muy noble y
tenemos tanto en común. Creí que jamás encontraría a alguien por quién sentirme
así nuevamente, y sé que quizá es muy rápido… pero me siento tan bien estando
con él.
- Me
da mucho gusto que te hayas dado la oportunidad de conocer a alguien más. Yo
sabía que no tardarías en encontrar a alguien. ¿sabías que lo mío con la
persona por la que te dejé no funcionó? Pensé en buscarte pero me di cuenta que
solo seguiríamos haciéndonos daño.
Al
tiempo que me dijo eso me di cuenta que comenzábamos a llegar a un gran parque
solitario. Un parque muy al estilo del Central Park de Nueva York. A distancia
se podía ver lo que parecía ser una especie de parada de autobuses para la
carreta.
- Te
deseo lo mejor – dijo Edgardo – si en algún momento, en el futuro puedes perdonarme…
- De
alguna forma lo he hecho – le interrumpí – Ambos nos hicimos daño. Espero tú me
perdones algún día.
Se
sintió un fuerte jaloneo y me di cuenta que la carreta se había detenido junto a
unos escalones de madera.
- Me
dio mucho gusto conversar contigo – me dijo.
- A
mí también – correspondí.
- Creo
que te están esperando.
Al
volverme a la izquierda vi a Agustín esperándome a la orilla del parque,
vestido de acuerdo a la moda varonil de los años veinte (si, con tirantes y
corbatín), y entonces me tendió la mano como pidiéndome que descendiera y me
acercara a él.
- Tu
chico es adorable, Eduardo – me dijo Edgardo parafraseando esa famosa frase de
la película “The way we were” donde en la escena final, Katie Morosky,
interpretada magistralmente por Barbra Streisand se despide de su eterno amor imposible,
Hubbell Gardiner (Robert Redford).
Sin
darme cuenta cómo, descendí de la carreta y me acerqué a Agustín quien me
recibió con un fuerte abrazo. Al voltear atrás, la carreta comenzaba a avanzar
nuevamente y Edgardo iba en ella. Él se limitó a hacer una señal con el brazo a
manera de saludo y gritar “¡suerte!”.
En
la escena final del sueño. Agustín y yo caminábamos por la orilla del parque
tomados de la mano, bromeando y jugando como acostumbramos hacerlo.
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